Dedicatoria Crónicas de la serpiente emplumada


 

Bajo las Estrellas de Jade y Obsidiana

 

A la sombra del fogón, donde las llamas danzan como espíritus antiguos, el anciano observa el cielo salpicado de estrellas. Su voz, grave y llena de sabiduría, rompe el silencio de la noche.

—Escucha, pequeño Itzamná —murmura, mientras las brasas titilan con un resplandor dorado—. Las estrellas guardan secretos, historias que aún no han sido vividas. Hoy te contaré una visión que el cielo me ha revelado: una promesa que yace más allá de los siglos.

El niño, con los ojos abiertos de asombro, sigue cada gesto del anciano que parece atrapar fragmentos de la noche en sus manos.

—En tiempos antiguos, nuestras ciudades de piedra se alzaban hasta tocar los cielos. Los cantos de nuestros sacerdotes guiaban al sol, y los códices narraban la grandeza de nuestros días. Pero llegaron los hombres del otro lado del mar, con sus cruces de hierro y su ansia de oro. Nos arrebataron mucho, pero no todo.

El viejo inclina la cabeza hacia las llamas, como buscando en ellas la memoria perdida.

—Sin embargo, el cielo no olvida. Ha mostrado que, tras el largo invierno de nuestras tierras, vendrá el renacer. Los hijos de esta tierra, desde las selvas hasta los desiertos, desde las montañas hasta las llanuras, se alzarán juntos como ramas de un mismo árbol. Ellos reconstruirán lo que fue destruido y lo llenarán de vida nueva.

El niño, intrigado, susurra:

—¿Cómo será ese lugar, abuelo?

El anciano sonríe, y sus palabras brotan con el fervor de una profecía.

—Imagínalo, Itzamná. Ciudades tan hermosas como nuestras antiguas capitales, donde las piedras cantarán de nuevo bajo los pies de nuestra gente. Calles bordeadas de flores y colores, mercados llenos de aromas y risas, templos que honrarán no solo a nuestros dioses antiguos, sino también a los sueños de un futuro compartido.

Hace una pausa, y su mirada parece viajar más allá de las estrellas.

—En esas ciudades se escucharán muchas lenguas, desde el ñañu hasta el maya, desde el náhuatl hasta el purepecha. Será un lugar donde todas las naciones de esta tierra vivan en hermandad, recordando quiénes somos, pero también mirando hacia el horizonte. Cada pueblo traerá sus saberes: el tejido de las montañas, los cantos de las praderas, las danzas de las selvas. Juntos forjarán algo más grande, algo que no podrá ser roto otra vez.

El niño sonríe, cautivado por la imagen.

—¿Y cuándo sucederá todo esto? —pregunta con ansiedad.

El anciano extiende la mano hacia el cielo.

—Sucederá cuando el espíritu de nuestra gente se despierte como el sol después de una larga noche. Recuerda esto, pequeño: nuestras raíces son profundas, y aunque corten el árbol, siempre brotará de nuevo. El viento de las montañas y el susurro de los ríos ya lo anuncian. Solo debemos estar listos para escuchar.

Las llamas del fogón iluminan el rostro del niño, que mira al anciano con la certeza de que esas palabras no son solo un sueño, sino el eco de un destino inevitable.

El anciano calla, dejando que el fuego murmure lo que sus labios no dicen. El niño, con los ojos cerrados, comienza a imaginar el mundo descrito por su abuelo, un lugar más brillante y lleno de vida.

En su mente, Itzamná ve las ciudades. Se alzan como las antiguas urbes de piedra que alguna vez escuchó en los cantos: pirámides de basalto y mármol blanco, pero ahora rodeadas de canales relucientes donde canoas pintadas flotan entre flores de mil colores. Sus calles están llenas de sonidos: tambores que marcan ritmos ancestrales, risas de niños que corren entre los puestos de un mercado que ofrece cacao, plumas, tejidos y herramientas de metales relucientes.

A la sombra de los templos, ve a hombres y mujeres de todas las tierras, sus trajes reflejando los colores de sus culturas: el rojo profundo de los otomíes, los pliegues dorados de los mixtecos, las plumas vibrantes de los mayas. Hablan diferentes lenguas, pero se entienden, unidos por un propósito común: reconstruir lo perdido y proteger lo ganado.

La Lucha Oculta

En otro lugar, lejos de la ensoñación del niño, la realidad toma forma bajo cielos oscuros. En las montañas de Oaxaca, un grupo de hombres y mujeres se reúne en el interior de una cueva iluminada apenas por antorchas. Son guerreros, pero también artesanos, escribas y sabios. Su líder, una mujer con un rostro curtido por el sol, coloca sobre la mesa un mosquete desarmado.

—Esto, hermanos, es lo que ellos usan para someternos —dice, su voz baja pero cargada de convicción—. Pero si aprendemos a replicarlo, les devolveremos fuego por fuego.

Entre ellos hay herreros que examinan el arma con atención, trazando esquemas sobre pieles de venado. Un joven aprendiz, con los dedos aún torpes, intenta ensamblar las piezas bajo la mirada vigilante de su maestro. En un rincón, otro grupo trabaja sobre un telar, copiando el diseño de una bandera española para entretejer símbolos indígenas, camuflados a simple vista pero llenos de significado para los suyos.

En la selva del Mayab, un consejo de ancianos observa a un herrero forjar pequeñas piezas metálicas. Han capturado a un soldado español días antes, llevándolo a un escondite bajo los cenotes. Allí, lo interrogan no solo sobre las armas que lleva, sino sobre las fortificaciones de piedra y mortero que defienden sus ciudades. La sabiduría extraída no es para la guerra inmediata; es para un sueño más grande: construir ciudades secretas que algún día serán imposibles de ignorar.

En los llanos del norte, los caxcanes y zacatecos han comenzado a experimentar con mezclas de pólvora aprendidas de forma clandestina. Un artesano purépecha, capturado por los españoles y luego rescatado por los insurgentes, muestra cómo manipular el hierro para hacer lanzas más ligeras pero resistentes. Estas armas comienzan a equipar pequeños ejércitos que se mueven de noche, atacando puestos avanzados y desapareciendo en los cerros antes del amanecer.

Mientras el anciano en Chiapas sigue observando el fuego, en otras partes de la Nueva España los conspiradores se mueven como sombras. Aunque no lo saben, cada uno de sus pequeños esfuerzos es una chispa que alimenta una llama más grande. Desde los huertos escondidos que cultivan el cacao prohibido por los españoles, hasta los códices secretos que transmiten estrategias de resistencia, la tierra misma parece estar despertando.

Itzamná abre los ojos y mira al anciano. Aunque es solo un niño, siente que lo que vio en su mente es más que un sueño. Es un presagio, un futuro que será forjado con sangre, sudor y el coraje de quienes se niegan a olvidar quiénes son.

El anciano sonríe, como si hubiera leído sus pensamientos.

—Ahora entiendes, pequeño. El renacer no será fácil. Pero recuerda, como el jaguar que acecha en la sombra, nuestras tierras nunca estarán completamente en silencio.

 

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